Sábado 6 de octubre, 10.30 de la mañana: 6 cortos en competición, un poco de todo en la mezcla, videos de bodas y bautizos y acabados digitales ultraprofesionales como para licenciarse en Sundance; la típica chorrada graciosa de tres minutos al estilo Tarantino (Killing of a rat), un voluntarioso remake navarro de Los amigos de Peter al que le sobraba medio metraje (Ya me conoces) y un anuncio contra la droga disfrazado de tributo a Tésis en el que un gilipollas se tomaba unas pastillas para aguantar una noche de estudio tras ver la peli de Amenábar y acababa alucinando con que todos sus amigos (cada uno por su cuenta) le perseguían para matarlo. Mayor amenaza suponían un simpático sketch musical acerca de un bailarín callejero perdido en un contexto surrealista (Ni tacones ni pones) y, sobre todo, Dayvan Cowboy, un corto de impecable estética publicitaria (es más, para mí que el prota es el mismo que hace de ese pobre enfermo mental con logorrea en la campaña de renovación de imagen de El País) y música extraída de Carretera perdida y demás obras de Lynch: un mínimo hilo argumental enlazaba escenas en las que inexplicablemente los roles de los participantes aparecían intercambiados (madre-hijo, maestro-alumnos, cliente-vendedor); con un final más ingenioso de lo que prometía, sí, pero aún así bastante derivativo…
Si ahora menciono que uno de los cortos en competición era de un amigo, en el cuál, para más delito, figura una pequeña colaboración técnica por mi parte, quizá sospecháseis de la objetividad de mis observaciones. Para neutralizar tan injustificados recelos, nada mejor que citar las sabias palabras del Gran Wyoming: Lo que España vota va a misa… En un acto pleno de justicia y sabiduría, Bad City (ep. 2: Wendy) de Aitor Unzu y Dani Pérez, con corte de proyección por fallo técnico y todo, se hizo con el premio al mejor corto navarro en video por votación popular dentro de las actividades del VIII Festival de Cine de Pamplona (a las cuáles, con esta excepción, no me dio la vida para asistir).
Bad City nació de una tormenta neuronal provocada por el visionado de su casi homónima Sin City, la película más la subsiguiente ingestión de todos los cómics precedentes de Frank Miller, y el corto no intenta precisamente disimular esos orígenes. ¿No lo hace eso más derivativo todavía, ficción de segunda o tercera mano?
Pues no; en el arte, lo mismo que en biología, la copia creativa, lo bastante inexacta como para triunfar en un medio nuevo, es el principio básico de la evolución: el rock es una copia imperfecta del blues hecha por chavales blancos que tocaban deprisa para disimular la poca idea que tenían. Akira Kurosawa hizo películas de samurais inspiradas en John Ford y Dashiell Hammet y Sergio Leone se las copió para crear el spaghetti-western, transformando a su vez la manera en la que los propios yankis hacían los suyos. Y la misma Sin City no es sino una regurgitación en clave de pesadilla febril de todos los arquetipos del cine y la novela negra (Chandler, Hammet, James M. Cain, Mickey Spillane, Harry el sucio...) con el contraste a tope e inyecciones de esteroides como para matar a una ballena.
Además, Sin City no es una historia sino un formato, un territorio, y el de esta versión difícilmente se iba a parecer al expresionismo cromodigital de Robert Rodríguez (de hecho, Bad City salta por encima de esa adaptación para enlazar directamente con el cómic; un universo entintado en negro con la ocasional pincelada de color; más después sobre ésto): rodado en Burlada, con un presupuesto ínfimo y en apenas un fin de semana, el corto requería una planificación de hierro, toda clase de trucos de composición en plan Meliés y creatividad por un tubo para sacarle partido a los recursos humanos y materiales disponibles.
De ahí, supongo, la unidad de acción, tiempo y lugar (al menos en su primera mitad): La cosa empieza con un preso bocazas (Jose F. Otxagabia) recibiendo la enésima paliza por parte de su despreciable carcelero adicto al fútbol (Joaquín Calderón), a quien provoca repitiendo insensateces como esa de que va a marcharse esa misma noche. De pronto, a horas intempestivas, llega una visita…
Los dos actores principales tienen toda la pinta de estar pasándoselo en grande dando vida a esas frases de diálogo que parecían imposibles sobre el papel. El entusiasmo de Calderón quizá le lleva a veces demasiado cerca del villano de comic (o, más correctamente, del sucio bandido de spaghetti western en la tradición de Eli Wallach) pero hace un buen contraste con el distanciamiento irónico y la orgullosa intensidad de Otxagabia (muy a lo Bruce Willis, para entendernos). El resto del reparto se muestra igualmente eficaz; Virginia Senosiain como Mellow, la chica de la peli, que parece directamente recortada y pegada de El sueño eterno, Tax (Edu Aranguren), el compañero de prisión, o el otro y más beatífico carcelero (Joxepe Gil).
Bad City es en realidad, como se lee en su título completo, Bad City Ep. 2: Wendy. Existen otros dos guiones ya escritos cuyas historias se interrelacionan con Wendy y la sitúan en un contexto más amplio (el proyecto no es pretencioso pero desde luego sí ambicioso) incorporando personajes aquí apenas aludidos y alguna que otra situación que le afecta directamente pero tiene lugar fuera de cámara.
Como relato individual sin varias piezas clave, el episodio podía haberse quedado cojo, y se percibe el esfuerzo por reforzar con diálogos expositivos y narración en off la lógica misteriosa del argumento pero, para mí, ahora que lo he visto terminado, el resultado final casi pide todo lo contrario: me sobra esa voz en off (salvo la de la útlima escena), así como la mayoría de las explicaciones. La combinación de palabras e imágenes adquiere una cualidad onírica, una lógica del mundo de los sueños o de las pesadillas que se aleja de Frank Miller para aproximarse sin buscarlo a variantes de cine negro propias de los hermanos Coen o el mismo David Lynch. El tratamiento fantástico de las imágenes, filtradas y contrastadas hasta reducirlas al esqueleto de sus rasgos esenciales, puros dibujos animados hiperrealistas en blanco y negro de impactante poder icónico, arrastran al espectador a un desconocido universo paralelo, malsano y cutre, cuyas reglas desconoce y que ni el desenlace termina por completo de desvelar. La estupenda música original de Jose Luis Iriarte actúa como un segundo armazón emocional, oprimiendo, expandiendo, volviendo sobre sí misma para desembocar finalmente en el romanticismo desesperado del tema de cierre. A esas alturas ya estamos muy lejos del nihilismo y el humorismo amargados de Frank Miller; Bad City es un corto espectacular, divertido y violento, sin pretensión alguna de mensaje o trascendencia, pero en última instancia se las arregla para pulsar una nota emocional distinta e inesperada en el espectador, revelándose entonces mucho más cercano al verdadero cine negro (a la poética de los perdedores de la Jungla de Asfalto de John Huston, pongamos por caso) que al exhibicionismo de freak-show de la película de Robert Rodríguez. Vengan esas secuelas.